Myra Breckinridge es una transgresora novela publicada (1968) por el célebre escritor norteamericano Gore Vidal, la misma narra las aventuras de un transgenero (MtF) y su autoimpuesta misión de acabar con el macho americano.
Para ello Myra trabaja en la Escuela de Actores de su tío, en donde muchos jóvenes aspirantes ingresan. Uno de ellos, el mas guapo de todos, Rusty, cae bajo los encantos de Myra, En lo que es ya una escena clásica, y pueden imaginar el escándalo que representó en su época, Mayra desflora al joven Rusty. Con la escusa de realizarle una examen clínico necesario lo va llevando hasta el viril Rusty no tiene vuelta atrás. Al final el joven no tiene mas remedio que darle las gracias a Myra por el trabajo realizado.
La novela fue llevada años después al cine con nada mas y nada menos que Rachel Welsh en el papel de Myra. Les colocamos a continuación el fragmento de la novela, en donde se le abre un nuevo mundo a Rusty. Disfrutenlo.
...
La impresión le había reducido exactamente como yo tenía planeado. Además, se me confirmó la vieja teoría de que, aun cuando el macho «normal» se deleita exhibiéndose ante las hembras por las que se siente atraído, siente, a la inversa, terror de exhibirse ante las que le desagradan o le dan miedo, como si el conocimiento del centro de su ser que éstas pudiesen obtener pudiera poner en marcha una magia maligna que anulara su virilidad. De todas maneras, el Graal estaba por fin en mi mano, suave, tibio, blando.
Mi gozo se completó cuando retiré la piel y descubrí el color rosa vivo del glande, que era impresionantemente ancho y bellamente modelado y daba cierto crédito a la leyenda de que, en acción, su propietario (Rusty ya se había convertido en un mero accesorio de esta realidad) era un amante formidable. Rusty estaba sudado pero limpio (me hallaba tan cerca de él que podía sentir el fuerte olor, pero nada desagradable, como de helecho, de sus genitales). Delicadamente pero con firmeza, oprimí el glande e hice que se abriera el ojo fálico. No derramó ni una lágrima.
Rusty miraba con horror mi mano, que le tenía fuertemente agarrado, con el glande expuesto como una rosa de verano.
-Está usted limpio, también, pero aparte de esto me temo que resulte usted una decepción. -El pene volvió a encogerse en mi mano - Pero, naturalmente, es probable que todavía esté en desarrollo.
La humillación era completa. No pudo decir nada. En realidad, el grosor del glande me había convencido de que lo que decía no era verdad, pero la política me aconsejaba que me burlase de él.
-Ahora, veamos si el prepucio tiene suficiente movilidad. -Hice resbalar la piel hacia atrás, luego hacia adelante. Él se estremeció - Ahora hágalo usted unas cuantas veces.
Para su alivio, lo solté.
Se asió con una mano, torpemente, como si nunca hubiese tocado antes aquel extraño objeto tan amado por Mary-Ann. Dio a la piel unos cuantos tirones, desanimado; parecía un niño asustado en el acto de masturbarse.
-Vamos -dije-, puede hacerla mejor.
Cambió de mano; con la que parecía evidente que lo hacía cuando estaba solo, se empleó a buena velocidad, como una bomba, como una de esas máquinas que extraen petróleo de la tierra, leche de una vaca, agua de la arcilla.
Después de varios minutos de intenso y rítmico masaje observé, con cierta sorpresa, que aunque el glande había aumentado de volumen y adquirido un color más oscuro, el tronco no había variado de tamaño. Al parecer, sabía contenerse. Continuó uno o dos minutos más; los únicos sonidos que se oían en la habitación eran su jadeo y el suave rozar de la piel contra la piel; luego se detuvo.
-Ya ve -dijo - Funciona muy bien.
-Pero yo no le he dicho que se detenga.
-Pero si continúo ... quiero decir ... bueno, Cristo, un hombre tiene que ...
-Un muchacho -corregí.
-Un muchacho tiene que ... que ... -¿Que qué?
-Pues ... excitarse.
-Adelante. Me divertirá ver lo que Mary-Ann ve en usted. Sin una palabra más, sonriendo, se puso a trabajar y continuó durante un rato, sudando abundantemente. Pero, a pesar de ello, la gloria completa se nos negaba. Tuvo lugar cierto aumento de tamaño, pero no hasta el último grado.
-¿Hay algo que no marcha? -pregunté dulcemente.
-N o lo sé. -Tragó saliva, tratando de recobrar el aliento-. No puedo ... no ... Hablaba incoherentemente, ante la doble humillación.
-¿Se le presenta a menudo este problema con Mary¬Ann? Aparecía tan compasiva como Kay Francis, tan cálida como June Allyson.
-¡Nunca! Le juro ...
-¡Cinco veces en una noche, y ahora esto! Qué mentirosos son los hombres, realmente.
-No le he mentido. No sé lo que pasa ahora ... Se ensañó consigo mismo como si con su fuerza pudiese hacer manar el torrente de la generación, pero en vano. Finalmente le dije que parase y entonces intervine yo; practiqué cierto número de sutiles presiones y fricciones, aprendidas de Myron ... sin ningún resultado.
Era curioso que la ausencia de erección, aunque no formaba parte de mi plan, me produjese un estremecimiento inesperado: haber amedrentado hasta tal punto a mi víctima como para anular su legendaria potencia como semental era, psicológicamente, mucho más satisfactorio que mi intención original.
Mientras lo sacudía vigorosamente, tuvo un gesto, largamente esperado, que completaría el drama, la sagrada pasión de Myra Breckinridge.
-Acaso ... -empezó a decir, mirando hacia abajo, a mi y a la rosa dé tallo mustio que sostenía en mi mano.
-¿Acaso qué?
-¿Acaso quiere usted que ... bueno ... que la monte?
La declaración era magnífica, tan tímida como la de un joven núbil que pide un primer beso.
Lo solté horrorizada.
-¡Rusty! ¿Sabes con quién estás hablando?
-Sí, señorita Myra. Lo siento. No era mi intención ofenderla ...
-¿Qué clase de mujer crees que soy? -Tomé los pesados testículos en mi mano, como una ofrenda-o Esto pertenece a Mary-Ann y a nadie más, y si alguna vez te pesco jugando con alguna otra procuraré que el señor Martinson te ponga a buen recaudo por veinte años.
Palideció.
-Lo lamento mucho. No sabía. Pensé que quizá ... por el modo en que usted ... hacía lo que hacía ... Lo lamento mucho, de veras.
Se quedó callado. -
Tienes toda la razón de lamentado. -Le solté otra vez. Los testículos se balancearon suavemente entre sus piernas por un rato, como un doble péndulo - En todo caso, si hubiese querido que ... como tú dices, «me montaras», está claro que no hubieras podido. Como semental, eres un desastre.
Se sonrojó al oír el insulto, pero calló. Ahora yo estaba preparada para dar mi golpe maestro.
-Sin embargo, para darte una lección, yo te montaré a ti.
Se quedó completamente desconcertado.
-¿Montarme? ¿Cómo?
-Extiende las manos.
Obedeció, y yo se las até con gasa quirúrgica. No en vano trabajé en una ocasión de ayudante de enfermera.
-¿Por qué hace esto?
Su alarma crecía.
Golpeé con el índice la bolsa del escroto y le hice gritar. Advertí:
-Nada de preguntas, chico.
Cuando las manos estuvieron firmemente atadas, bajé la mesa de reconocimiento hasta sesenta centímetros del suelo.
-Acuéstate -le ordené - Boca abajo.
Desconcertado, hizo lo que le mandaba. Entonces sujeté sus manos atadas al extremo de la mesa de metal. Estaba enteramente en mi poder. Si hubiese querido, hubiera podido matado. Pero en mis fantasías nunca ha entrado el asesinato, ni siquiera el sufrimiento fisico, pues me horroriza la sangre; prefiero infligir dolor de manera más sutil, por ejemplo, destruyendo totalmente la idea que el hombre tiene de sí mismo en relación con el sexo triunfador.
-Ahora, ponte de rodillas.
-Pero ...
Una enérgica palmada en el trasero puso fin a todas las objeciones. Se arrodilló, las piernas bien juntas y las nalgas apretadas. Parecía una pirámide cuya base era su cabeza y sus pies con calcetines blancos y cuyo ápice era el recto.
Ahora yo estaba perfectamente preparada para el ríto final.
-Abre las piernas -ordené.
De mala gana, separó las rodillas hasta los bordes de la mesa, ofreciéndome mi perspectiva favorita del macho, el pesado escroto rosado colgando de la entrepierna, sobre la cual el minúsculo esfínter brillaba bajo la luz. Con cuidado, apliqué lubricante al misterio que ni siquiera Mary-Ann había visto nunca, y mucho menos violado.
-¿Qué hace?
Era una voz tímida como la de un niño. El verdadero terror había comenzado.
-Ahora recuerda que el secreto consiste en aflojar del todo, de lo contrario podría hacerte daño.
Entonces me levanté la falda para descubrir, sujeto a mi entrepierna, el miembro artificial de Clem, a quien el día anterior se lo había pedido prestado bajo el pretexto de que deseaba que sirviese de modelo para el pie de una lámpara, algo con lo que Clem se había divertido mucho.
Rusty gritó, alarmado:
-¡Oh, no! ¡Por Dios, no lo haga!
-Ahora verás lo que siente una muchacha cuando representas con ella el papel de hombre.
Su voz temblaba de miedo. Cuando me acerqué a él, con' el instrumento por delante como la personificación del dios Príapo, intentó soltarse de sus ataduras, pero no lo consiguió. Entonces recurrió a su única posibilidad: juntar las rodillas con la intención de negarme la entrada. Pero fue inútil. Le abrí las piernas y coloqué mi ariete ante la puerta.
Por un momento me pregunté si Rusty no tendría razón en cuanto al desgarro: la abertura tenía el tamaño de una moneda de diez céntimos, mientras que el miembro artificial tenía más de cinco centímetros de ancho en la punta y una longitud de casi treinta centímetros. Pero entonces recordé que Myron no tenía dificultad en acomodarse objetos de aquel tamaño o mayores, y lo que el frágil Myron hacía podría hacerla también el inexperto pero vigoroso Rusty.
Empujé. Los rosados labios se abrieron. La punta de la cabeza entró y se detuvo.
-No puedo -gemía Rusty-. De veras, no puedo. Es demasiado grande.
Él hizo los esfuerzos necesarios, y sus labios apretados se convirtieron en una sonrisa que permitió la entrada del glande artificial, aunque no sin arrancarle un resoplido de dolor y de impresión.
Una vez dentro, saboreé mi triunfo. Había vengado a Myron, a quien toda una vida de ser penetrado no le proporcionó más que aflicción. Ahora, en la persona de Rusty, yo era capaz, como Mujer Triunfante, de destruir al adorado destructor.
Asiéndome con fuerza a las resbaladizas caderas de Rusty, penetré más profundamente. Él gritó de dolor.
Pero yo fui inexorable. Empujé todavía más; eso excitó la glándula prostática, pues cuando palpé entre sus piernas descubrí que la erección que antes no había podido ofrecerme se había producido ahora, inadvertidamente. El tamaño era muy respetable, y estaba duro como el metal.
Pero cuando penetré más adentro, el pene se ablandó a causa del dolor y Rusty gritó otra vez, me suplicó que me detuviese, pero entonces yo estaba como posesa, cabalgando, cabalgando, cabalgando sobre mi caballo sudoroso por una tierra prohibida, gritando de alegría al experimentar mi propio orgasmo, sorda a sus chillidos sincopados mientras recorría y horadaba aquella carne inocente. ¡Oh, era un momento sagrado! Yo era una bacante, una sacerdotisa de los oscuros cultos sanguinarios, era la misma gran diosa por la que Atis suprimió su propia virilidad. Era el eterno femenino hecho carne, la fuente de la vida y su destrucción, que trataba como un juguete al hombre cuya sangre y cuyo semen son necesarios para que yo esté completa.
Hubo sangre, al final. Y en cuanto mi pasión se hubo saciado, sentí tristeza y repulsión. No me había propuesto realmente desgarrar la tierna carne, pero al parecer lo había hecho, y al retirar mi arma vi aparecer la roja sangre. Rusty no se movió mientras le lavaba (como una madre amorosa), aplicaba un remedio al pequeño corte y le ponía una gasa (¡con cuánta frecuencia había hecho eso para Myron!). Luego lo desaté.
Temblando, se levantó, mientras se secaba las lágrimas de su rostro hinchado. Se vistió en silencio.
Mientras tanto yo me quité sin prisas el aparato y lo guardé.
Cuando acabó de vestirse, Rusty dijo, por fin:
-¿Puedo irme ahora?
-Sí. Puedes irte. Me senté ante la mesa quirúrgica y saqué el cuaderno de notas. Cuando Rusty llegó a la puerta, le dije: -¿No vas a dar me las gracias por las molestias que me he tomado?
Me miró, con la cara completamente inexpresiva. Luego, con voz apagada, murmuró:
-Gracias, señora.
y se marchó.
Así fue como Myra Breckinridge logró una de las más grandes victorias de su sexo. Pero una victoria que todavía no está completa, aunque sea la única entre todas las mujeres que sabe qué es ser una diosa entronizada, todopoderosa.
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A continuación les ponemos como la escena fue representada en el timorato cine de la época. El cine no fue capaz de captar le fuerza de la escena narrada por Gore Vidal
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